Abrió los ojos de golpe, como si hubiese nacido después de un parto que duró casi cuarenta años, se vio a sí misma como a una rama seca a la que un largo otoño le quitó sus hojas, a la que un largo invierno secó sus ramas dejándolas quebradizas, tristes, vacías.
Vio con los ojos de su alma, que toda su vida había mirado con los ojos de él, que todo su camino lo recorrió con los pies de él, que los sonidos del mundo los escuchó con los oídos de él, que el aire que respiró, entró por los pulmones de él.
Se dio cuenta que nunca compartió, que solo resignó sus anhelos en pos de los de él.
Buscó su propia familia y se encontró con que no estaba, no sabía en que momento la perdió, solo estaba la de él.
Y se dio cuenta que nunca fue ella.
Recordó ese hijo que no fue, porque él dijo que no.
Entonces quiso repasar la historia, su historia, y vio que no tenía.
Había dejado atrás sus ilusiones, sus anhelos, el hijo que no nació, todo para respirar con su respiración, pero cuando pidió que quería compartir la alegría, el día, la compañía, solo recibió rezongos, quejas, a él solo le importaba sus ambiciones, sus sueños, sus anhelos, no los de ella, y se sintió solo un mueble más de sus caprichos.
Razonó para encontrar algo que le perteneciera por haberlo querido , percibió que nada de lo que tenía lo había adquirido para ella, todo fue para verlo feliz a él.
Creyó firmemente que los corazones también se parten, que una vida se puede secar igual que la hierba en el invierno.
Gritó en silencio con sus ojos y su cuerpo. Su alma estaba marcada cual las hojas muertas con su nervadura.
Y se sintió nada, en un mundo que tiene todo, pero que le era ajeno.