Soledad,
suspendida en
gotas de rocío,
se deslizan por
los pliegues añosos,
caen a la nada,
se pierden en la
alcantarilla de la vida.
Día tras día,
noche tras noche,
esperan…
Somos ciegos los hijos, no entendemos a nuestros padres. Cuando somos adultos los creemos eternos, y
pensamos que nos deben abrazos, que nos deben palabras, que nos deben visitas.
No
comprendemos que en su vejez buscan refugio en su hogar, porque el mundo cambió,
les asusta, ya no es el mismo mundo y no tienen las fuerzas para cambiar con
él, ya no pueden sumergirse en su torbellino.
Entonces, nosotros los hijos, nos sentimos molestos porque prefieren
quedarse en su hogar esperando una visita que no llega, esperan una llamada que
les diga que los amamos.
Encerrados en nosotros mismos nos dejamos arrastrar en la vorágine de
nuestra propia existencia, los viejos, nuestros viejos esperan…
Nos
esperan porque su mundo es débil, nosotros creemos que son fuertes, que se
hacen los viejos, pero sus huesos tienen la suma de los dolores callados, esa
suma los hace más lentos.
Nosotros, los hijos, comparamos a nuestros padres con los de fulano o
mengano, --Mira, aquel puede- decimos, -tú también puedes-, siempre queremos
más de ellos, siempre exigiendo, como si la vida les hubiera exigido poco….
Ellos no nos comparan con hijos ajenos, sus ojos se llenan de amor al
vernos, nos aman por encima de toda virtud o defecto, no exigen, solo
comprenden…
El
tiempo que inexorable avanza, sin que nos demos cuenta nos da un golpe, todo
cambia, ya no reclamamos, no comparamos, no tenemos a quien, ahora… nos
comparan… nos exigen…