Los minutos le pasan lentos a Don Guillermo, el viejo ferroviario, que con paso cansino se dirige hacia la vieja estación de trenes.
Le pesan los años, igual a la estación. Lo que otrora era la sala de espera hoy es un museo; mientras que la boletería ya no expende boletos, es el Juzgado de Faltas, donde se cobran las multas de los infractores de tránsito que recorren como locos la ruta 33.
En el galpón, que el hombre recordaba como depósito de encomiendas, se guardan las ambulancias del Dispensario. Ya solo las sacan para alguna fiesta comunal.
El viejo mira las vías oxidadas y añora el tiempo en que el bullicio de los viajeros daba vida al lugar.
Un grupo de niños cruza por las vías, rumbo a la canchita improvisada del otro lado; miran al anciano cabizbajo con lágrimas rodando por sus mejillas y se entristecen solo un momento, porque ellos no saben, ni imaginan, porque no conocieron el esplendor de los ferrocarriles argentinos.
Le pesan los años, igual a la estación. Lo que otrora era la sala de espera hoy es un museo; mientras que la boletería ya no expende boletos, es el Juzgado de Faltas, donde se cobran las multas de los infractores de tránsito que recorren como locos la ruta 33.
En el galpón, que el hombre recordaba como depósito de encomiendas, se guardan las ambulancias del Dispensario. Ya solo las sacan para alguna fiesta comunal.
El viejo mira las vías oxidadas y añora el tiempo en que el bullicio de los viajeros daba vida al lugar.
Un grupo de niños cruza por las vías, rumbo a la canchita improvisada del otro lado; miran al anciano cabizbajo con lágrimas rodando por sus mejillas y se entristecen solo un momento, porque ellos no saben, ni imaginan, porque no conocieron el esplendor de los ferrocarriles argentinos.
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